Sus ojos recorrían la árida tierra, maravillados de su color oscuro y de su aspecto reseco...A lo lejos, las montañas pobladas de vegetación ofrecían un contraste que no entendía...Una sombra se interpuso entre lo que veía y lo que sentía... y le hizo entender..."Pisadas de sangre que dejó el color perenne en mi tierra y que se desplazaron a las montañas en busca de esperanza, dejando establecidas para siempre la diferencia entre la realidad dolorosa de mi gente, de mi raza, a través de los siglos...de los tiempos...del olvido..." Tomó un puñado de tierra en sus manos. La olió profundamente. La esparció ante sus ojos y, a través de ella, vio el futuro que tenía ante sí: Batalla. Retos. Fuerza.
Sin volver a pensar más, alzó el hatillo de escuálidas varas, llamó a gritos a su vieja cabra Akuu y, mirando hacia las verdes montañas, continuó su pastoreo, antes siempre estéril y ahora con un atisbo de ilusión que, durara lo que durara, sería su compañera en la lucha por vivir.
Las luces del amanecer comenzaron a danzar ante sus ilusionados ojos, tan negros y brillantes como la noche que se alejaba, y pensó que debía regresar. Sus piernas delgadas y saltarinas pedían a grandes saltos más velocidad. ¡Tenía que hablar con sus padres! Midwata sabía que sería difícil, pero no tenía por qué ser imposible. Akuu la seguía con esa mirada de extrañeza y consternación que ponen los animales cuando las cosas no son las normales...Midwata quería pedir a su padre que la acompañara a la escuela de las monjas y tenía que ser ¡ya! Sor Mariana se marchaba a Canarias por un tiempo. La distancia entre Senegal y las islas no era tanta, ¿verdad? . Podría irse con la monja. Terminar sus estudios y hacer otros superiores y que sirvieran para acercar el verdor de las montañas de la esperanza a la tierra roja y caliente. Estudios que hicieran brotar de esa tierra resquebrajada, que es la suya, unos árboles preciosos creadores de esperanza a su pueblo. Ese pueblo que luchaba sin ayuda, pero siempre alegre...
Los doce años de Midwata quedaron expuestos a la impotencia al llegar ante la puerta de su casa...Su padre salía en ese momento. La miró como se mira una piedra que interrumpe el paso y, alzando la vista a un vacío infinito, le dice:
-Desde hoy ya no habrá escuela, Midwata. Más tarde, el hombre que será tu esposo, vendrá a verte.
La niña no puede hablar mientras observa a su padre, el cual se va sin mirarla.
Cuando puede reaccionar, se agacha lentamente y, tomando un puñado de tierra entre sus manos, la mira; vuelve el rostro a las cada vez más lejanas montañas; suspira y, sin conocer la palabra, comprende el significado de "quimera".
Al volver sus ojos asustados a la casa, su madre la está mirando. Sus ojos muestran la tristeza, que no es más que el reflejo de los ojos de su hija. Acercándose, la incorpora y, sin dejar de mirarla, le dice en voz baja, pero intensa:
-¡Vete! ¡Que no te encuentren!
Le pone en las manos un trapo y, abrazando el cuerpo frágil pero fuerte de la hija, la empuja...
-Ve con sor Mariana...Ella sabe...¡¡Corre!! ¡No tengas miedo...!
La niña, sus ojos dos ríos oscuros, se va...Sus pies comienzan a saber por qué es la tierra tan roja. Por qué tiñe el dolor. Sabe que volverá. Vivirá con la ilusión de volver. De dar algo de lo que quiera que encuentre en algún lugar más amable y comprensivo.
Cuando llega a la vista de la escuela, comienza a frenar su carrera y, parándose de golpe, mira la triste tela que le ha dado su madre...Es un envoltorio burdo y sucio, dentro del cual hay una pequeña y brillante piedra verde, tan brillante que, por un momento, cree ver el sol en sus manos. Comprende. Es el tesoro de su madre. Aquello que con tanto celo guardaba desde que fuera con otras mujeres del pueblo a recoger agua, cuando la sequía del verano pasado.
Midwata, suspirando fuertemente, elevó el rostro y, decidida, entró en la escuela. Buscó a la monja, que en ese momento se despedía de sus compañeras y alumnos. Se miraron. Entonces, la religiosa, haciéndose la señal de la cruz, tomó a la niña de la mano y la empujó hacia el coche que las acercaría al aeropuerto.
Cuando, después de los trámites aeroportuarios se llevaron a cabo sin ningún tipo de problemas y las dos, la niña y la monja , se vieron sentadas en el avión, se miraron y, muy nerviosas, se sonrieron. Ni una palabra entre ambas. Todo estaba dicho. Midwata, ya sobrevolando el paisaje, a ratos el mar, a ratos verde y siempre el suelo rojizo, recordó desolada no haberse despedido de Akuu; no haber dado un beso a su madre; no haber mirado hacia atrás…Entonces, mirándose la mano completamente cerrada en el paño que aun seguía apretando, observó que éste estaba manchado de sangre y se asustó. Al comprobar de dónde procedía, vio que no. No era sangre de su cuerpo. Era tierra. La que se había quedado en sus manos cuando, aun sin ella y él saberlo se despedía de su padre. Llevándose el paño a su boca, aspira el olor y promete volver. Promete luchar. Promete no olvidar. Cuando vuelve a mirar hacia su tierra, allá abajo, tan lejos, ya no la ve. Solo una ligera y finísima línea roja. Cierra sus ojos y aprieta, con la izquierda, la piedra salvadora. Con la derecha, su pasado, su presente y, por encima de todo, su futuro. El de su gente. El de su tierra.
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